Comentario
CAPÍTULO XVI
Llegan los treinta caballeros donde está el capitán Pedro Calderón y cómo fueron recibidos
Hecha la heroica determinación, siguieron su camino y cuanto más adelante pasaron tanto más se certificaban en la sospecha y en el temor que llevaban, porque de ninguna manera hallaban rastro de caballos ni otra señal por do pudiesen determinar que hubiesen andado por allí españoles. Así caminaron hasta llegar a una laguna pequeña, que estaba menos de media legua del pueblo de Hirrihigua, donde hallaron rastro fresco de los caballos y señal de que se había hecho lejía y lavado ropa en ella.
Con estas muestras se regocijaron grandemente los españoles y sus caballos. Oliendo el rastro de los otros se alentaron y tomaron nuevos bríos, de tal manera que parecía que salían entonces de las caballerizas, holgados de veinte días. Con el contento que se puede imaginar, y con el nuevo aliento de los caballos, se dieron más prisa a caminar. Los caballos iban rechazando del suelo, con saltos y brincos, que sus dueños no los podían sosegar ni tener. Tan buenos eran que, cuando se pensaba que de cansados no pudieran tenerse, hacían esto. Llegaron a dar vista al pueblo de Hirrihigua a puesta de sol, habiendo caminado aquel día, sin correr, once leguas, y fue la jornada más corta que en todo este viaje hicieron.
Del pueblo salía la ronda de a caballo de dos en dos, con sus lanzas y adargas, para velar y guardar su alojamiento. Juan de Añasco y sus compañeros se pusieron asimismo de dos en dos, y, como si fuera entrada de juego de cañas, llegando a carrera de caballo con mucha algarada, grita, fiesta y regocijo, corrieron a toda furia hasta el pueblo con tal orden que, cuando los primeros iban parando, los segundos iban corriendo a media carrera y los terceros partían del puesto. Así corrieron todos, que pareció muy bien el orden que llevaron y fue una fiesta alegre y placentera y término de una jornada tan trabajosa como la hemos visto.
A la grita que daban los que corrían, salieron el capitán Pedro Calderón y todos soldados, y holgaron mucho de ver la buena entrada que hacían los que venían. Recibiéronlos con muchos abrazos y común regocijo de todos, y fue de notar que, a las primeras palabras que hablaron los que estaban, sin haber preguntado por la salud del ejército ni del gobernador ni de otro algún amigo particular, preguntaron casi todos a una, con gran ansia de saberlo, si había mucho oro en la tierra. La hambre y deseo de este metal muchas veces pospone y niega los parientes y amigos.
Habiendo pasado muchos más trabajos y peligros que hemos dicho, acabaron estos veinte y ocho caballeros esta jornada, aunque no fue para acabar los trabajos, sino para empezar otros mayores y más largos afanes, como adelante veremos. Tardaron en el camino once días. Uno de ellos gastaron en pasar el río de Ocali, y otro les ocupó la ciénaga grande, de manera que en nueve días caminaron ciento y cincuenta leguas, pocas más que hay de Apalache a la bahía que llamaron de Espíritu Santo y pueblo de Hirrihigua. Por esto poco que hemos contado que pasaron en esta breve jornada, se podrá considerar y ver lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá sacar el grandor de su cuerpo, aunque ya en estos días los que no [lo] han visto, como gozan a manos enjutas del trabajo de los que lo ganaron, hacen burla de ellos, entendiendo que con el descanso que ellos ahora lo gozan, con ése lo ganaron los conquistadores.
El capitán Juan de Añasco, luego que llegó al pueblo de Hirrihigua, se informó del capitán Pedro Calderón si los indios de aquella provincia y los de Mucozo le habían mantenido paz y héchole amistad, y, habiendo sabido que sí, mandó soltar luego las indias y muchachos que traían presos, y con dádivas los envió a su tierra y les mandó que dijesen a su curaca Mucozo viniese a verlos y trajese gente para llevar a sus casas el matalotaje y otras muchas cosas que a la partida de los españoles pensaban dejarles y que hubiese por encomendado el caballo que en su tierra había quedado cansado.
Las mujeres y muchachos se fueron muy contentos con tan buen recaudo, y al tercer día vino el buen Mucozo acompañado de sus caballeros y gente noble, y trajo el caballo consigo, y la silla y freno trajeron los indios a cuestas, que no supieron echársela. Con mucho contento y amor abrazó el cacique Mucozo al capitán Juan de Añasco, y a todos los que con él venían, y uno por uno les preguntó cómo venían de salud y cómo quedaba el gobernador su señor y los demás capitanes, caballeros y soldados. Después de haberse informado de la salud del ejército, quiso saber muy particularmente cómo les había ido por el camino a la ida y a la venida; qué batallas, recuentros, hambres, trabajos y necesidades habían pasado; y, al cabo de sus preguntas, que la plática fue muy larga y gustosa, dijo que holgaría mucho poder imprimir su ánimo y voluntad en todos los curacas y señores de aquel gran reino para que todos sirviesen al gobernador y a sus españoles como ellos merecían y él lo deseaba.
El contador y capitán Juan de Añasco, habiendo notado cuán de otra manera los había recibido y hablado este curaca que sus propios compañeros, que no habían preguntado sino por oro, le rindió las gracias en nombre de todos por el amor que les tenía; de parte del general les dio muchas encomiendas a él y a todos los suyos en agradecimiento de la paz y amistad que con el capitán Pedro Calderón y sus soldados habían tenido, y por la afición que siempre les había mostrado. Sin estas razones, hubo de ambas partes otras muchas palabras de comedimiento y amor, y las del indio, según iban ordenadas y dichas a propósito, admiraban a los españoles, porque, cierto, fue dotado de todas las buenas partes que un caballero que se hubiese criado en la corte más política del mundo pudiera tener, que, demás de los dotes corporales, de buena disposición de cuerpo y hermosura de rostro, los del ánimo, de sus virtudes y discreción, así en obras como en palabras, eran tales que con razón se maravillaban de él nuestros españoles, viéndole nacido y criado en aquellos desiertos, y muy justamente le amaban por su buen entendimiento y mucha bondad, y así fue gran lástima que no le convidasen con el agua del bautismo, que, según su buen juicio, pocas persuasiones fueran menester para sacarlo de su gentilidad y reducirlo a nuestra Fe Católica. Y fuera un galano principio para esperar que tal grano echara muchas espigas y hubiera mucha mies. Mas no es de culparles, porque estos cristianos habían determinado de predicar y administrar los sacramentos de nuestra ley de gracia después de haber conquistado y hecho asiento en la tierra, y esto les entretuvo para que no los administraran desde luego. Y esto quede aquí dicho para que sirva de disculpa y descargo de estos castellanos de haber tenido el mismo descuido en otros semejantes pasos que adelante veremos, que cierto se perdieron ocasiones muy dispuestas para ser predicado y recibido el evangelio, y no se espanten que se pierdan los que las pierden.